Verdad trascendental
Los cuatro novísimos son los elementos últimos y decisivos que salen al encuentro con el hombre al final de la vida: muerte, juicio, infierno o paraiso, sin olvidar al purgatorio.
La muerte no se puede evitar.
En las realidades humanas es cierta la muerta, pero incierta la hora en que llega. La muerte no entiende de inteligencia, ni de fuerza, no respeta el rango ni la estirpe, no distingue la juventud, ni tiene en cuenta la edad: para los ancianos está a la puerta, para los jóvenes al acecho. Escribe San Gregorio: Oh vida presente, cuanto has engañado. Mientras pasas eres nada; mientras existes eres sombre; mientras eres exhaltada eres humo. Para los necios eres dulce, para los sabios amarga. Los que te aman no te conocen. Los que huyen de tí, te comprenden perfectamente. Nadie acoge la muerte con serenidad y delicia, sino quienes en la vida están preparados para la muerte con buenas obras.
Equidad del Juicio final.
Piensa con responsabilidad lo que será de tí en el último día, cuando la conciencia te atribuya malos pensamientos, cuando los elementos te acusen de tus acciones. Por una parte, serán los pecados los acusadores, por otra, la justicia bajo el horrendo caos del infierno, cuando llegue el Juicio justo. "Y si el justo se salva con fatigas, ¿dónde acabarán el impío y el pecador?" (1 Pe 4,18). ¿Qué será entonces de los razonamientos fátuos y ociosos, de las palabras ligeras, frívolas, de las obras vanas e infructuosas?. No borres nunca de tu mente la sentencia: "Apartáos de mí, malditos, al fuego eterno" (Mt 25, 41).
Terrible sentencia.
Ante el espectáculo de la gloria y de la felicidad que disfrutarán los elegidos, los condenados sentirán crecer su pena y su confusión. En su cuerpo aparecerán las señales de los pecados cometidos y los castigos que hayan merecido. Sonarán entonces aquellas palabras terribles: "Id, malditos, al fuego eterno", el alma y el cuerpo irán a morar con los demonios sin remedio ni esperanza: en aquel lugar cada cual llevará sus iniquidades. El ávaro arderá con sus pasiones por los tesoros de la tierra, el cuel con su crueldad, el inmundo con su inmundicia y miserable concupiscencia, el injusto con sus injusticias, el envidioso con la envidia, quién odia al prójimo con su odio. Los que hayan amado con amor desordenado - que provoca todos los males, porque junto con el orgullo, que es el principio de todos los vicios serán devorados por un fuego intolerable. (Decálogo, cap. XLII).
Penas del Infierno.
Los malvados serán separados de la comunidad de los justos y consignados al poder de los demonios. "Y estos irán al suplicio eterno" (Mt 25, 46); y allí estarán para siempre entre llantos y lamentos, lejos de las alegrías del Paraiso: no recibirán alivio alguno. Los condenados vivirán siempre sin esperanza de perdón ni de misericordia. Es tremendo el infierno pero lo es aun más el rostro airado del Juez: lo que sobrepasa todo terror y la lejanía eterna de la visión bienaventurada Trinidad. Ser privados de los bienes eternos y excluidos de los preparativos de Dios para los que le aman, causa tanta aflicción que, aunque no existiese ningún otro tormento exterior, esta pena bastaría por sí sola.
El Purgatorio
La tercera realidad escatológica es el Purgatorio. Su existencia está confirmada en la Bíblia, en 2 (Mac 12,43) y (1 Cor.12-15). Es una dimensión temporal de las almas que durará sólo hasta el Juicio Universal, antes de la resurrección de la carne. En el Purgatorio, las almas de los justos saldan sus deudas contraidas con la Justicia divina, experimentando penas purificadoras muy dolorosas. Está bien subrayar que la purificación del Purgatorio no se refiere a la culpabilidad, sino a la pena. Si el perdón divino concedido al alma arrepentida borra la culpa, no hace desaparecer la pena, y por medio de la expiación el hombre repara el desorden causado por sus pecados. Aquí el alma se somete a la pena bajo la forma de una purificación obligatoria.
El Concílio ecuménico de Florencia (1438-1445) define como verdad de fe no sólo la existencia del Purgatorio, sino también la posibilidad de que las almas purgantes puedan ser liberadas prematuramente, gracias a los sufragios de los fieles vivientes. También esta posibilidad tiene un fundamento bíblico: el sacrificio expiatorio que Judas Macabeo ofreció por la absolución de los muertos que habían pecado de idolatría (2 Mac 12,46) y la comunión mística con Cristo, sea en el bien o en el mal, de todos los hombres. El mismo San Juan Crisóstomo reitera y confirma la piadosa práctica. (Homilía sobre la primera carta a los Corintios 41,5).
Paraiso
El Paraiso es el amor eterno donde la sed de felicidad encuentra su perfecta saciedad. La alegría del Paraiso puede ser ya parcialmente experimentada en esta tierra cuando se está en intimidad con Jesús y en gracia de Dios, en las acciones y en las intenciones (1 Jn 15,11). La doctrina católica y la Bíblica enseñan que en el Paraiso existe una distinción de gloria, según el grado de santidad que cada cual ha alcanzado en la propia vida. Otro es el esplendor de San Francisco o de un mártir que ha derramado su sangre por amor a Dios, otro el de quien ha sido salvado por misericordioso.
La alegría Celestial
Corre, alma mía, no con pasos físicos, sino con el afecto y el deseo, porque te esperan, no sólo los ángeles y los santos, sino también el Señor y el Maestro de los ángeles y de los santos. Dios Padre te espera para constituirte heredero de todos los bienes y para hacerte partícipe de sus bondades y delicicias. Cuánto será el gozo del triunfo, todo cuanto has sufrido en la tierra se convertirá en júbilo eterno. Entonces con tus labios exultantes alabarás al Señor tu Dios por todas estas cosas diciendo: Tus misericordias, Señor, quiero cantar eternamente. Nada será más gozoso que este canto, que se elevará en alabanza a la gloria de Cristo, cuya sangre nos ha redimido. ¿Qué lengua puede decir, o qué mente puede comprender cuán sea el gozo de la ciudad sobrenatural, la alegría de participar con los coros angélicos, de formar parte de los santísimos espíritus celestiales, de la gloria del Creador y de no alejarse nunca de la compañía sumamente feliz de los bienaventurados; exultar siempre con ellos y de su alegría?. Allá el amor de los justos será gozoso y perfecto.
Solamente balbuceando es posible hacer eco de las realidades sublimes de Dios, y el corazón que se fija sólo una vez en las cosas celestiales comprende de inmediato que es nada lo que antes parecía sublime. Cuando llegues a aquel lugar entonces comenzarás, con el corazón rebosante de alegría, a decir con San Pedro: "Señor, qué bien se está aquí" (Mt 17, 4). Aquí están el padre, la madre, la hermana, el hermano: el ojo verá una belleza incomparable, el gusto experimentará un dulcísimo sabor. El olfato percibirá un perfume suave, el tacto abrazará la más deliciosa de las realidades, el oído se recreará en una armonía extraordinaria.
Quien podría narrar cuanta alegría, la admirable gloria, inefable alabanza que se experimentará, por haber dominado virilmente el propio cuerpo con el escudo de la castidad y de la continencia, por haber vencido al mundo, huyendo de las tentaciones.
El alma inmersa en la alegría celestial
Dio Dios Padre esta instrucción sobre el cielo a Santa María Magdalena de Pazzi: "Ve, hija mía, la diferencia que existe entre un hombre que bebe un vaso de agua y otro que se baña en el mar. Se dice del primero que el agua entra en él, porque ella entra en la boca y pasa por el estómago para refrescarlo, pero del segundo se dice que entra en el mar, porque la cantidad de agua que lo compone es tan grande que ejércitos enteros pueden entrar y perderse, sin que quede de ellos la más mínima huella. Así es para el alma. Las consolaciones que ella recibe en este mundo no hacen sino entrar en ella, como agua en un vaso muy pequeño. de modo que ella no puede recibirlo sino en una medida muy limitada. Él que dijo a una de tales almas: rebosa de dulzuras, deplorando la pequeñez de su vaso que no podría contener cuanta habría querido. Basta, Señor, basta. En el cielo se entra en la alegría del Señor, buceando en un océano sin fondo de dulzuras y de consuelos inefables, es decir, en Dios mismo, que será todo en todos. Dentro de vosotros, fuera de vosotros, sobre vosotros y alrededor de vosotros, ante vosotros y detrás de vosostros: todo será gozo, alegría, dulzura y consuelos, porque en todos lados encontraréis a Dios. "Erit Deus omnia in omnibus".(P. I, c. XYII).
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