Existe
Creer en el Paraíso, como antes hemos mencionado, es un acto de fe. En el Evangelio Jesús habla con frecuencia de los cielos en el que los justos perseveran y en el que verán a Dios. En el sermón de la montaña dice: "Alegraos y exultad porque grande será la recompensa en los cielos".
(Mt 5,12).
Voy a prepararos un sitio
Dirá en el juicio final: "Venid benditos de mi Padre, recibid en herencia el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo". (Mt 25, 34).
Y además: "No el que dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos".
(Mt 7,21).
Él es el camino que conduce al Padre: "Yo voy a prepararos un sitio; cuando haya ido y os lo haya preparado, vendré de nuevo y os llevará conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros. Y el lugar a donde voy, ya sabéis el camino".
(Jn 14,2:4).
En Apocalipsis se habla de la nueva Jerusalén, la Ciudad Santa en la que Dios habita en medio de todas sus criaturas, iluminándolas hasta tal punto de ver siempre su Santo Rostro: "Ya no habrá maldición. La ciudad será el trono de Dios y del Cordero: sus siervos le adorarán, verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. No habrá más noche y ya no habrá más necesidad de luz, de lámparas ni de la luz del sol, porque el Señor ños iluminará. Y reinarán por los siglos de los siglos".
(Ap. 22,3:5).
En el momento crucial del martirio de San Esteban, se abrió el cielo y su mirada moribunda pudo fijarse en la Santísima Trinidad.
San Pablo meditó y contempló el Paraíso, cuando escribió: "Lo que el ojo no vió, ni el oído oyó, ni jamás entró en el corazón del hombre, lo ha preparado Dios para los que lo aman".
(1 Cor 2,9).
San Agustín tuvo el deseo de penetrar en el misterio del Paraíso, preguntando a la fe: "Fe, amable fe, ven en mi ayuda. Díme, ¿cuáles son los inmensos distritos hacia donde los hijos de Dios caminan?. ¿Habrá flores?. ¿Fragancia de olores?. ¿Cuáles son las delicias de aquellas bienaventuradas costas?. El néctar y la ambrosia que la impiedad hizo alimento de los falsos dioses, ¿no será fábula para los habitantes?. ¿Allá habrá suaves brisas que llenen de alegría a aquellos felices ciudadanos?. Aquí hay colinas, verdes valles, campos agradables de ver, la vista del mar y la espera del cielo: todo rebos placer. ¿Cuáles serán allí los objetos de los que el ojo está privado?. ¿Son similares, al menos, en parte, a éstos, o serán nuevos para nosotros. Oh Santa Fe, aclara mis dudas". Y la fe responde: "el Paraíso es el gozo eterno de Dios, nuestra felicidad, y en Él, todo bien sin mal alguno".
San Jerónimo, tras su transición, se le aparece en sueños a San Agustín, el cual, no sabía cómo presentar el Paraíso al hombre. Apareciéndosele, dijo: "Agustín, ¿Puedes tú comprender cómo se puede encerrar en un puño toda la tierra?. Y el santo: "no". Pues dime entonces, ¿Puedes tú, al menos, entender cómo se pueda llenar un vaso con toda el gua de los mares y de los rios?. "No", responde el santo nuevamente. Entonces, jamás podrás describir cómo puede entrar en el corazón del hombre la infinita alegría misma de Dios".
Jesús dijo a Santa Teresa de Ávila, tras haberlo contemplado en visión: "¿Ves, hija mía, lo que perdono a los que me ofenden?". Pensemos en lo que perdemos si, además de ofender a Dios, no nos procuramos conocer el Paraíso. La Santa, enamorada del Paraíso, le responde: "Señor, cuan largo es este exilio. El deseo de veros lo hace aun más penoso. Señor, ¿qué puede hacer un alma encerrada en esta cárcel. Cuan larga es la vida del hombre, para que se diga que es breve. Breve, Dios mio, es para llegar con ella a ganarse la vida que no tiene fin, pero larguísima es para el alma que desea verse presto en Vos".
San Agustín nos dice: "El esplendor de la eterna luz es tan grande que si Vd. fuese a permanecer no más que una jornada, se despreciarían los bienes terrenos". San Ignacio de Loyola pasaba las noches pensando en el Paraíso: "Cuan vil me parece la tierra esperando el cielo".
El alma que salga victoriosa de las luchas terrenales y haya hecho brillar las propias virtudes será llevada al Paraíso y allá gozará de una extraordinaria alegría en unión contemplativa con Dios. En esta unión encontrará la eterna bienaventuranza. En aquél sitio las almas estarán inmersas y sumergidas y unidas de tal modo de no querer más que la voluntad de Dios, y esto significa ser lo que Dios mismo es: la bienaventuranza por gracia Divina.
¿Quién podrá describir este lugar?. Aquí estará sólo lo que es bueno, el Sumo Señor en todas sus bellezas y en este cielo triunfará el amor puro que es felicidad suprema. Sí, la suma felicidad es encontrar escrito nuestro nombre.
¿A qué se puede comparar este sitio con un lenguaje humano? ¿Quizás a una cascada de brillantes, a una catarata de agua de oro y de plata, a un universo hecho sólo de estrellas luminosas?. Todas estas imágenes no pueden hacerse ni la más mínima idea.
Podría ser suficiente para hacer nacer en nosotros el deseo de alcanzar este lugar de gloria y de bienaventuranza: el camino a recorrer es el señalado por Jesús en el Evangelio.
Vida eterna
Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontaneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo.
(Rm 8,19-23).
Felicidad inconcebible
El Paraíso es la gloriosa corte en que habitan comitivas celestiales rodeados por una luz inefable. Allá arriba los Serafines y las almas que aman, pertenecientes al mismo coro, se encienden incesantemente en Dios. Llamas ardientes envuelven a los Serafines y a su compañía, volviéndolos luminosos. Y en toda la formación celestial fluye la dulzura divina.
En la unión contemplativa de Dios, encontratán satisfacción y eterna bienaventuranza, una infinita recompensa por haber recorrido en la tierra el camino no fácil señalado por el Divino Maestro. Encontrarán aplicación Sus palabras "Venid a mí, mis amados, tomad posesión del reino eterno que os ha sido preparado desde el inicio del mundo". Aquí está la patria de los justos, aquí está la quietud absoluta, aquí reside el júbilo del corazón, las alabanzas insondables que duran para siempre.
El Paraíso es la expansión de la luz de Dios que atrae a Sí a los que de Él provienen y que han permanecido siempre en su santa mirada. Es la tierra prometida de los Mártires, de todos los que, creyendo, han gastado su vida para poderla habitar un día. Es el punto de llegada a la perfección de los hijos de Dios. Es la mirada donde Dios concibe sus pensamientos creativos. Es el oasis de la creación de los seres vivientes y razonables. Es la fuente de donde provienen la razón y la naturaleza de la vida.
El Paraíso es el lugar de la suprema bienaventuranza en la que la humanidad de Cristo Jesús, la Virgen Santísima, los Ángeles y los Santos, viven juntos gozando de la grandiosa visión de Dios y de su propiedad. Es la delicia de un corazón sumergido en un océano de amor: en el amor mismo de la Santísima Trinidad. Es la vida perfecta, donde está la presencia de todo lo más puro, lo más inocente, dulce y santo
"Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, pero no sabemos lo que llegaremos a ser, porque aun no nos ha sido revelado. Sabemos que, cuando se nos manifieste, seremos similares a Él, porque lo veremos tal cual es". (1 Jn 3,2).
"Él secará toda lágrima de sus ojos, no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque el primer mundo ha desaparecido. Y El que se sentaba en el trono dijo: He aquí que hago nuevas todas las cosas... A quién tenga sed, le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará estas cosas: Yo seré Dios y él será mi hijo". (Ap. 21,4)
Lo que encontraremos en el Paraíso
Describiremos el Paraíso con lenguaje de Dios: un lenguaje espiritual. El agua no nos servirá para saciarnos, porque Dios mismo será nuestra agua. Dios nos llevará a cimas inalcanzables y nos mostrará que seremos como águilas y nada nos faltará porque todo nos hablará del amor y de la belleza creada por Dios.
En Paraíso, los Ángeles saldrán a nuestro encuentro y hablarán con nuestras mismas palabras, porque la palabra que está en el cielo la encontraremos perfecta en el cielo. Los Ángeles serán puros y bellísimos, cantores de melodias jamás oídas y menos imaginadas, vestidos de luz purpúrea y de colores que sólo existen en Dios. Llenos del amor y de la fuerza del Amor desfilarán ante el Trono divino y nos saldrán al encuentro, bajando las escaleras del templo sempiterno. Fanfarrias, sonidos de arpas y de liras los acompañarán hacia los peregrinos que al Paraíso lleguen. Todas las soberanias angélicas nos festejarán porque, como Cristo, se alegrarán por cada alma que pase desde la muerte a la vida eterna. Las victoriosas formaciones angélicas se elevarán con sus dardos de luz para cantar la victoria del bien sobre el mal.
Y mientras vemos todo esto, un Ángel de cada comitiva escribirá con el dedo de fuego nuestro nombre, grabándolo en caracteres de oro en las altas cumbres del Paraíso. "Nosotros somos los Ángeles de Dios y escribimos aquí, en estas páginas del libro de la vida, las buenas acciones de los hombres semejantes a Cristo. No será escrito el mal, porque aquí no existe. Se contarán las obras de bien hechas en la tierra y con ellas mediremos el peso de cada uno, que Dios luego juzgará según su bondad y sabiduria".
Podremos decir con San Agustín: "Oh casa estupenda, oh palacio encantador, fulgurante de luz celestial. Cómo son secuestrados por tu belleza que no tiene comparación. Bienaventurada vivienda de la gloria de mi Dios, que la ha construido y en la que Él mismo habita. Será también para los pecadores de la tierra que no se dejen cegar por el polvo que levanten. Yo prefiero retirarme a mi tranquila celda y en ella entonar cánticos de amor y desahogar mi ardiente pasión y lujuria por tu belleza. Quiero también, con inenarrables suspiros, deplorar la miseria de mi peregrinaje y elevar mi corazón a la altura de la celestial Jerusalén, que es mi patria y a la que tienden mis dulces deseos del espíritu".
Lo que en efecto formará nuestro verdadero Paraíso en la ciudad de los bienaventurados, será conocer, amar, poseer y gozar a Dios en su Santísima Trinidad, en su familiaridad, en su encarnación e inmolación. La Eterna Verdad y el Sumo Bien nos colmarán de todo.
¿Cómo no desear nuestra patria, a nuestro Soberano, nuestra paz y la vida eterna?. Cuántos Santos han declamado el esplendor del Paraíso como la belleza misma de Dios. No es sólo feporque es una verdad que podemos sentir en el corazón y es idónea para el pensamiento meditativo. Meditar esta realidad futura produce un influjo positivo sobre la vida terrenal puesto que el pensamiento nos conduce hacia donde la mente se detiene.
Los mediosPara conseguir el Paraíso:
Reconocer a Jesús Cristo como Señor.
Acoger la Misericordia.
Reconocer nuestros pecados.
Acoger los frutos del Espíritu Santo
Frecuentar la Eucaristía.
No desees las cosas del mundo.
Inocencia y caridad
Sólo la inocencia puede abrir las puertas del Paraiso. Inocentes son las almas que nunca han cometido pecado, o que habiéndolo cometido, han sido perdonadas mediante la penitencia. Han lavado sus faltas con lágrimas y han obtenido el perdón por la sangre de Jesús en la Cruz.
El único medio seguro para entrar en el Paraiso es la caridad, el amor que obra por medio del amor en Jesucristo. "Si hablase las lenguas de los hombres y de los Ángeles, pero no tuviese caridad, sería como metal que retumba o como címbalo que resuena. Y si tuviese el don de profecía, si conociese todos los misterios y tuviese todo el conocimiento; si poseyese tanta fe hasta trasladar montañas, pero no tuviese caridad, de nada me serviría... La caridad jamás tiene fin. Las profecias desaparecerán, el don de lenguas cesará y el conocimiento terminará"
(1 Cor. 13, 1-8).
"Nosotros, sin embargo, que pertenecemos al día, seamos sobrios, vestidos con la coraza de la fe y de la caridad y teniendo como yelmo la esperanza de la salvación. En efecto, Dios no nos ha destinado a la cólera, sino a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo. Êl ha muerto por nosotros, para que, vivos o muertos, vivamos junto a Él".
(1 Tes. 5,8-10).
Es el hombre el que puede decidir entre la vida y la muerte. Al final se le dará lo que haya elegido. «Nada te turbe, nada te espante, todo pasa: Dios no cambia. A quién tiene a Dios nada le falta» (Santa Teresa de Ávila). En los días de la prueba y de la tribulación luchemos para no perder la fe, para no dejarnos abatir por los problemas de la vida. Es el abandono en Dios donde podremos encontrar las energías ocultas y aquél impulso del corazón que sólo el fuego ardiente de Dios puede alimentar.
La pobreza, la humildad y la penitencia son las bases sobre las que se puede hacer el bien, porque llevan al hombre al dominio de las pasiones, a la paz del alma, a la pureza y a la caridad "Ordena a los que son ricos en este mundo, que no sean orgullosos, que no pongan la esperanza en la inestabilidad de las riquezas, sino en Dios, que todo nos da en abundancia para que podamos disfrutarlas. Haciendo el bien, se enriquecen de obras buenas, para adquirir la vida eterna".
(1 Tim. 6,17).
"Y ahora vosotros, ricos: llorar por las desventuras que caeran sobre vosotros. Vuestras riquezas están podridas, vuestros vestidos roídos por la polilla. Vuestro oro y vuestra plata están herrumbrados, su roña se alzará para acusaros y devorará vuestra carne como el fuego".
(Gc. 5,1).
La verdad sobre la existencia del Paraiso puede ayudarnos para no ahogarnos en el dolor, en los momentos difíciles o de prueba, una verdad que ilumina nuestro porvenir y que es la llave del misterio del sufrimiento y del destino mortal. Una verdad que llena de alegría nuestra pobre vida de mortales y cambia la tristeza del exílio en una esperanza feliz: «Se dice de tí grandes cosas, Ciudad de Dios». Pues dice Santa Catalina de Siena: «Un gran error cometeréis si osáseis hablar de las maravillas que he visto, ya que las palabras humanas son incapaces de explicar el valor y la belleza de los tesoros celestiales».
"La verdad es que existe un único camino para que cualquier persona pueda entrar en el paraiso: creer en Jesucristo. Jesús murió por los que creen en Él. Si queremos asegurarnos la entrada en el Paraiso tras la muerte, creeremos que Jesús murió para salvarnos del castigo de nuestros pecados. "Arrepentíos y que cada uno de vosotros sea bautizado en el nombre de Jesucristo para la remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo".
(Hec. 2,38).
Jesús mismo da la respuesta cuando dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida: ninguno va al Padre sino a través de mí » (Jn 14,6). En otras palabras, sólo Jesús lleva a Dios. No se puede llegar al Padre, sino por medio de Él. Esto vale para éste y para el otro mundo.
Para entrar, tras la muerte, en el Paraiso y esperar allí la resurrección de la carne y el privilegio de reinar con Cristo, necesitamos creer en Jesús, teniendo fe en su obra redentora. Ésta es la única llave que abre la puerta del cielo. Evidenció el apóstol Juan: «Quién cree en Él no está condenado, pero quién no cree en Él está ya condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito de Dios» (Jn 3,18). El apóstol Pedro testificó ante el Sanedrín judio, que intentaba intimidar a los apóstoles: «Y en ningún otro está la salvación, puesto que no existe bajo el cielo ningún otro nombre que haya sido dado a los hombres, por el que podamos ser salvados».
(Hec. 4,12).
La Escritura advierte que «todo hombre debe rendir cuentas de sí mismo a Dios » (Rm 14,22). El día del juicio cada uno se encontrará solo ante el Juez eterno. Cada uno será considerado responsable de sus actos. El apóstol Pablo escribe que la salvación se obtiene por la fe, no por las obras, porque si fuese por las obras "cada uno de nosotros podría gloriarse de haberla obtenido" (Ef. 2,9) y la muerte de Jesús en la cruz habría sido vana.
La salvación no se obtiene, ni siquiera, por la convicción de ser cristiano y haber sido bautizado, como sostenían los descendientes de Abraham, padre del pueblo judio. Estaban convencidos de que su salvación estaba garantizada porque Dios había elegido al pueblo de Israel y había establecido su religión. Les amonesta Juan Bautista: deben arrepentirse y dejar de confiar sólo en su religión.
«Bienaventurados los límpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). «Todo es límpio para los limpios; pero para los contaminados y para los que no tienen fe, nada es puro, porque tienen contaminada la mente y la conciencia. Hacen profesión de conocer a Dios, pero lo niegan con las obras, siendo abominables y rebeldes, incapaces de toda obra buena» (Tit. 1, 15-16). «De hecho, del corazón provienen los malos propósitos, homicidios, adulterios, impurezas, hurtos, falsos testimonios, calumnias. Éstas son las cosas que hacen impuro al hombre»
(Mt 15,19).
Entonces, si queremos construirnos una casa sólida donde habitar en paz y serenidad en esta vida y en la eterna, no podemos poner cimientos de paja, sino construir la estructura en un terreno de "amor". ¿Existe este tipo de estructura?. Sí, y lo creamos nosotros mismos con nuestras buenas acciones, con nuestro esfuerzo en ser como Jesús nos quiere: Santos
ParadisíacaLa felicidad paradisíaca no puede ser expresada a palabras, en efecto los místicos contestan a esta pregunta con un "no logro explicarlo". La felicidad de que son testigos los inunda de una grande alegría y los secuestra porque experimentan de algún modo la belleza divina. Y ya es esta comunión con Dios sobre esta tierra y de modo completo en paraíso secuestra y manda en éxtasis.
Qué felicidad
El Paraíso es un lugar donde no hay mal alguno, y donde habrá toda clase de bien; en el Paraiso el alma y el cuerpo de los Santos gozarán de un descanso que jamás se cambiará. Dice San Pablo que ningún hombre en la tierra ha visto nunca, ní oído ni entendido las bellezas, las armonías y los goces que Dios ha preparado para los que le aman. Cuántas cosas hermosas habremos visto. Cuántas habremos experimentado. Imaginemos cuántas habrá. Y a pesar de todo esto, es nada con respecto a la belleza del Paraiso, donde el Señor ha querido hacer resplandecer su belleza y su magnificencia. Para conocer el precio del Paraiso, es necesario saber que cuesta la sangre de Dios: Jesucristo la ha vertido hasta en la última caída para merecernos el Paraiso.
Dice David que los Santos serán introducidos en un torrente de placeres, que serán colmados de alegría y de felicidad: tendrán todo aquello que desean y que jamás tendrán nada que temer. Sus bienes quedarán sin males, sus placeres sin dolores, su descanso sin inquietud, su vida sin muerte, su felicidad sin fin. Afortunados, oh Señor, los que habiten en tu casa: ellos te alabarán por los siglos de los siglos.
El objeto de nuestra felicidad en el Paraiso será Dios, el cual es la esencia de todas las bellezas, de todas las bondades y de todos los placeres. Él llenará nuestro espíritu con la plenitud del conocimiento, nuestra bondad con la abundancia de su paz, nuestra memoria con la dilatación de su eternidad, nuestra sustancia con la pureza de su ser: todos nuestros sentidos y facultades con la inmensidad de sus bienes. Lo veremos y le amaremos. Veremos Su magnificencia y su visión arrebatará nuestro espíritu. Amaremos Su bondad y su gozo saciará nuestro corazón.
Pero, ¿cómo gozaremos del Señor?. Lo haremos con armonía y una tranquilidad derivada de la seguridad que será eterna. La unión será íntima, comparable a una esposa que se une a su esposo, dice San Juan: llegaremos a ser similares a Dios. Es decir, seremos puros, santos, poderosos sabios y bienaventurados como Él. Él nos transformará en sí mismo, nop destruyéndonos, sino uniéndonos a Él; porque nos comunicará su naturaleza, su grandeza, su fuerza, su conocimiento, su santidad, su riqueza, su felicidad.
Como el hierro expuesto al fuego se convierte en fuego, como el cristal puesto al sol llega a ser como el sol; así nosotros, cuando estemos unidos a Dios, llegaremos a ser. de alguna forma, la reverberación de su luz. Quien puede, por tanto, comprender la alegría de un alma que entra en el Paraiso y vé a su Creador.
Qué amor. Qué éxtasis. Qué arrobamiento. Qué alababanzas y qué fruto de gracias. Oh Santa Sión, donde todo está y donde todo pasa, donde todo se encunetra y nada falta, donde todo es dulce, nada de amargura, donde todo es serenidad y nada de agitamientos. Oh tierra bienaventurada donde las rosas carecen de espinas, donde los placeres son sin dolor, donde la paz es sin guerra y la vida sin fin.
Oh monte santo de Tabor. Oh Jerusalén celestial, donde cantaremos eternamente los magníficos cantos de Sión. ¿Quién encontrará disgusto en el trabajo y en la lucha, sabiendo que Dios es la recompensa?. Cuándo te veremos, Dios mío, ¿cuándo me quitarás las cadenas de la esclavitud?. ¿Cuando me llamarás de este exílio?. ¿Cuando romperás estas cadenas que me atan a la tierra?. Señor, que muera pronto: para que pueda conseguir verte. Bienaventurados, Señor, los que habiten en tu casa, porque te alabarán durante toda la eternidad.
Alma mía, ¿qué haces todavía en la tierra?. ¿Que buscas con afán entre las criaturas?. ¿Serán capaces de saciar tu corazón?. ¿Crees que los poderes terrenales pueden apagar y satisfacer a un espíritu inmortal?. Sólo en Dios podemos encontrar lo que anhela nuestra alma y viajar por el sendero del tiempo terrenal con la mirada fija en el cielo.